viernes, 19 de agosto de 2011

Agradecimientos


El 12 de agosto de 2011 en la Casa Museo Ricardo Palma, en Miraflores, se realizó la presentación de la novela Monólogo en blancohumo, del escritor Daniel Soria. Los comentarios estuvieron a cargo de Pablo Carreño, magíster en Lingüística y especialista en lenguas indígenas y orientales, profesor de quechua, latín y sánscrito en la Universidad Católica y de, Daniel Salas doctor en Literatuta hispánica,  profesor e investigador en Centrum Católica.

Agradecemos a todos los que nos acompañaron, a la Casa Museo Ricardo Palma, a su  Director el Sr. Guillermo Guedes, a los comentaristas, y a todos aquellos que contribuyeron con la publicación.


Dónde adquirir el libro

Monólogo en blancohumo se encuentra a la venta en:


LIBRERIAS


Libreria El Virrey : Lima, Peru. Ubicada en Bolognesi 510, Miraflores.
Telf. 713 0505 / 444 4141.


Librería Época:  Lima, Perú. Ubicada en Av. Comandante Espinar 864 ,Miraflores Telfs.:2412951  T:4215663  


Librería La Casa Verde: Lima, Perú. Ubicada en Av. Miguel Dasso No. 111 b, San Isidro
Telf: : 440 8220


OTROS PUNTOS DE VENTA


Editorial Delfín Arisco: Lima, Perú. Ubicada en Av. Prolongación Iquitos 2156, Lince
Telfs.: 265 9212  / 991005544
Horario: de lunes a viernes de 10 am a 6:30 p.m.


DELIVERY:


Puede adquirir el libro a través de este medio escribiendo al correo delfinarisco@hotmail.com, se le remitirá una cuenta para pagos y el envio es completamente gratis a domicilio de viernes a domingos.

Reseña del libro

Las cartas españolas de Carmela le hablan de la capital, de lo que a ella le gustaría ser, de un limeño colado en una fiesta del Club Loreto. Las cartas de Domingo, el limeño, anuncian noches de cocaína, hordas de metaleros y un niño que se resiste a abandonar el útero.

Esta es una novela descarnada sobre las imágenes que creamos de nosotros mismos para poder vivir y sobre la maldita costumbre que tiene la realidad de pulverizar esas imágenes.

En las páginas de Monólogo en blancohumo, Lima es el lugar al que nos arroja la vida, solo para escupirnos a la cara que no hay marcha atrás, y que las decisiones que tomamos se nos quedan marcadas en la piel como cicatrices. Los sueños, como el blancohumo de los cigarrillos, suelen desvanecerse en dirección al cielo, que siempre es la dirección opuesta a uno mismo.

Dice Richard Ford que la literatura es un refugio del que uno sale mejor equipado para vivir, porque nos permite vernos a nosotros mismos disfrazados en los personajes que leemos. Esta novela es como un espejo cuarteado, en el que aparecemos repartidos en pedazos tras los golpes.

Santiago Roncagliolo

Acerca de Monólogo en blancohumo, palabras del autor el día de la presentación.

Los recuerdos más lejanos que tengo de entablar una relación estrecha con el lenguaje corresponden a mi niñez. Ahora, cuando esos recuerdos acuden a mí, me confortan, pero también, si le doy unas cuantas vueltas al asunto, mi poco de cólera que me producen.
            Cada vez que conversaba con un adulto, las personas cercanas a mí, sobre todo parientes, y la cosa se tornaba discusión porque se me ocurría hacer muchas preguntas o refutar los argumentos que invariablemente venían de arriba para reposar sobre mi corta estatura, eso, la discusión, digo, se cerraba con un Ya, ya, Jalisco nunca pierde. Créanme que hasta ahora no sé el origen del dichoso dicho, ni mucho menos quién fue Jalisco. Lo único que importaba era que Jalisco era yo, y que además no me gustaba perder.
            La siguiente escala en esa travesía que me ha conducido hasta hoy y esta mesa, frente a ustedes, fue la secundaria, creo que en cuarto o quinto año de media. Se trataba de leer una novela y exponerla ante la clase, nada más. La odiosa prueba que prácticamente consistía en hacer la ficha del libro quedó descartada. Su título fue Los perros hambrientos, de Ciro Alegría. Enorme placer que me dio leerla. Pero la sorpresa se produjo cuando la expuse, pues apenas asistido por una hoja con frases sueltas, a modo de ayudamemoria, hilé oraciones una tras otra hasta conseguir que la clase entera disfrutara, brevemente, es cierto, fragmentariamente, también, de la mano diestra de Alegría para ofrecer un profunda mirada a las tribulaciones y avatares del mundo andino. Luna, tú sabes de qué hablo, aunque me empeñaré en nunca seas un perro hambriento. Palabra de escritor. Pero lo mejor no fue mi desempeño ni el diecinueve de nota, sino enterarme de que a más de una compañera del salón le había gustado el modo en que yo hablaba. No estaba nada mal para un chico tímido y definitivamente apocado frente a las mujeres.
            Sin embargo, antes de acabar la secundaria, ya tenía claro que quería ser físico. Suena extraño, pero es así porque me he saltado un paso intermedio. Sucede que desde la educación primaria hasta la preparación preuniversitaria fui un mago de los números. Es lo que me ha dado más placer después de la literatura. No me malentiendan, sabemos que hay por lo menos dos placeres decisivos para la supervivencia, la personal y la del género humano, pero no estoy hablando de eso. El hecho que es que mi destino eran los números, pero no sabía aplicados a qué, hasta que un día un amigo del barrio, Ricardo Bentín, me dijo sin más, a bocajarro, que quería ser físico nuclear, con lo pesado que suena, apenas por encima de los diez años ambos. Esa tarde, Ricardo deslizó una semilla dentro de mí[1]. Después vendrían los iluminadores programas de Cosmos, la extraordinaria serie de televisión conducida por el astrónomo Carl Sagan, y un poco más allá los libros de divulgación científica sobre Einstein y su teoría de la relatividad. Pero me vuelvo a saltar un punto intermedio: los dos tomos que compré de un libro llamado Física recreativa, de Yacob Perelman[2]. Para resumir el impacto que tuvieron en mí esos volúmenes, les cuento pregunto algo: ¿ustedes saben por nos hinca una aguja? Ya formulado esta interrogación antes, pero sin respuestas satisfactorias. Resulta que una aguja te hinca por un simple fenómeno físico, un asunto de fuerza. Rudo concepto para algo tan agudo como la punzada de un alfiler sobre nuestro brazo. Pero es así. Pasa que la aguja duele como duele porque basta un mínimo de fuerza para ejercer mucha presión, porque esta se concentra en una superficie ínfima. Luego de esa sorprendente revelación, Perelman pasa a explicar que por ese mismo principio nuestro colchón es tan cómodo para dormir, porque cada centímetro cuadrado de nuestro cuerpo tiene apoyo, que lo mismo daría si nos acostáramos cobre una cama de piedra que correspondiera exactamente a la forma de nuestra espalda yacente. ¿Se lo imaginaron alguna vez?
            Así las cosas, estaba listo para estudiar física, y nada menos que buscándome una beca en la Unión Soviética, para que vean lo subyugante que podía ser Yakob Perelman; y bueno, seguramente también influyeron mis lecturas de Sputnik, revista equivalente a la Selecciones norteamericana, pero en versión socialista.
            Pero las cosas no siempre salen como las planeamos, y una nueva afición, descubierta en cuarto año de media, me había empezado a instilar su veneno gota a gota, línea a línea, libro a libro: la literatura. Recuerdo incluso una mañana en la que conversaba con un íntimo amigo (que precisamente había sido el que me metió al vicio prestándome Oliver Twist, de Charles Dickens), durante la cual, charlando de una cosa y otra, perdiendo el valiosísimo tiempo que la vida sabe regalar a esa edad, le dije que había descubierto una pintura en un folleto de una colección llamada Historia de la Literatura Universal, de la editorial Oveja Negra, importante nombre para los letrados de mi generación. El fascículo correspondía a la literatura rusa, y la ilustración mostraba a un grupo de soldados rusos alrededor de un fuego sobre la nieve, asidos a sus armas, pero conversando, sonriendo, en una actitud violenta y viril, pero también franca y distendida, al final un grupo de buenos camaradas dispuestos a matar, es cierto, pero también a gozar de la vida.
            Al final, postulé a letras en lugar de ciencias. Después de todo, cuando me fui a inscribir para rendir el examen de admisión, no más de tres metros separaban las dos colas. Paradójicamente, un número, el breve y monosílabo tres, favoreció mi pase de ciencias a letras, de una cola a la otra. Porque de haber estado más lejos la cola de letras, pueden apostar que hubiera respetado mi decisión primera de ir a ciencias.
            Sin embargo, déjenme confesarles que me parece que nunca abandoné los números, que jamás renuncié a ellos. Creo hay el mismo interés en explicar por qué pica una aguja y mi colchón es tan cómodo que en, por ejemplo, tratar de descubrir mediante la escritura de un cuento por qué las personas hacemos unas cosas en lugar de otras; intentar indagar en cómo puede pesar sobre el futuro propio una decisión infeliz o afortunada; escudriñar en las causas de nuestros errores y aciertos.
            Si me hubiera dedicado a las ciencias, seguramente estaría buscando hasta hoy una ecuación que explicara algo, cualquier cosa, desde el ingenio de la naturaleza hasta el milagro y aun la magia, los tres atributos concluyentes de la desaforada imaginación de José Arcadio Buendía, rotunda criatura de García Márquez.
            Pero no lo hice, y aquí me tienen, para ofrecerles algunos miles de palabras hilvanadas con todo el talento del que pude ser capaz. ¿Hay una verdad en ello? No lo sé. Pero una cosa es clara para mí: también estoy haciendo esto por ustedes, por nosotros, porque si no es raro proponernos querer a nuestros amigos, darles nuestro afecto así como ellos nos lo brindan en cada oportunidad que nos vemos, tampoco lo es que nos acerquemos a ellos, es decir, ustedes, un día como hoy, a susurrarles nuestros secretos nunca más inconfesables, mostrarles lo que ven nuestros ojos y escuchan nuestros oídos; lo que inquieta nuestro pecho o pinta nuestro rostro con una sonrisa. Que haya elegido la impostura que es cada ficción para hacerlo es porque no me basta saber, por ejemplo, que entre mi corazón y los suyos haya un vínculo que pueda ser medido y traducido en alguna ecuación que le haga justicia a la intensidad de la fuerza que nos une. No me basta, reitero, pero quizá sí me alcance un poco más ofrecerles un puñado frases, una mirada, un atisbo, también un pesar y una congoja, de pronto una alegría o el hallazgo de una oración bien rematada, no sé que más. Ustedes saben de qué hablo.


[1] Finalmente, Ricardo no pudo dedicarse a la física nuclear, pero se las ha arreglado para ser un brillante profesor de física teórica de la Universidad de Sao Paulo.
[2] ¿Pueden creer que este dato, el nombre del autor, ha estado escondido en mi memoria desde hace por lo menos quince años? Definitivamente ustedes han sido convocados esta noche para que esto suceda.

Monólogo en Blancohumo comentarios de Daniel Salas

       ¿Por qué un “monólogo”? ¿Por qué en blancohumo? El monólogo no es más que una ilusión del discurso, un efecto retórico del cual necesariamente emanan las distintas capas del lenguaje. Su raíz es, por tanto, necesariamente dialógica. En la novela de Daniel Soria, la conciencia de esta duplicidad es notoria y es el eje que construye el relato, que, para adelantarles algo, consiste en dos puntos de vista y dos tiempos que desde el punto de vista del lector corren paralelos pero que en el sentido de la trama poseen un carácter secuencial.    
        Mediante este artificio, Daniel pone en escena el conflicto entre azar y necesidad. El presente, en efecto, es explicado por el pasado pero hasta cierto punto. En otro sentido, ambos son además la ejecución de un destino que ya estaba escrito en los opacos mensajes de las barajas. Si ello es así, la experiencia narrada no es más que una suma de secuencias, antes que sucesivos actos del azar.
         Es un asunto ya clásico la exploración del pasado para descubrir el sentido del presente. La palabra “sentido”, como lo recuerda en un momento el narrador en la novela, posee un doble valor: uno espacial (el punto hacia el cual se dirige un objeto en movimiento) y otro semántico (el significado, en este caso, el significado del ser y de la experiencia). La narración no es más que un artilugio del lenguaje que conecta los hechos y establece mediante su ejecución ambos valores cuya interpelación causa la angustia del personaje, pero también nuestra angustia. El personaje discute por ello constantemente con el azar, busca en las fuentes de la filosofía, de la música, de la literatura e incluso en los dichos populares y las historias de su barrio un sentido que supere la poderosa violencia simbólica que implica reconocer que la vida no es más que un conjunto de casualidades. Pero, a fin de cuentas ¿qué poder posee un personaje para discutir su destino, si este ya se halla escrito en las páginas de la novela, si no es más que la decisión arbitraria de un demiurgo que es el escritor? En un momento se dice de Carmela, el personaje a quien, como madre, puede atribuirse la capacidad de decidir en un momento crucial entre la vida o la muerte de su sucesor, que “ella no era nadie para evitar lo que, de cualquier modo, debía suceder, porque todo estaba escrito”. Carmela es, en efecto, una lectora de barajas cuya obsesión por el orden y por la disciplina no le sirven de nada frente a lo que está escrito. Como toda lectora de presagios, ella se debate entre el descubrimiento y el recubrimiento, entre la lucidez y la oscuridad. La confusión, el abandono inesperado, la mancha social, se imponen sobre una vida que se pensaba escrupulosamente organizada. Su vida es irónica porque la exploración en las barajas no la lleva a controlar el futuro sino a asumirlo con resignación.
         De allí, a riesgo de avanzar demasiado en el final, que sea tan importante la figura de la navaja que David, el personaje principal de la novela, manipula de manera maniática y escrupulosa en torno a su rostro. La navaja es un regalo del padre ausente, un perverso sustituto de quien no estuvo, del vacío, pero es, además, una insignia de la angustia. El objeto que sirve para la figuración del personaje, para el desplazamiento de su máscara, es también el que cruza el cuello en sucesivos trazos para recordar su relación con la muerte.
         Monólogo en blancohumo es una novela sobre el tiempo y sobre la experiencia del tiempo. Así como Carmela se empecina en leer el futuro y remontar las ataduras a la que la condenaban sus orígenes, David, el personaje que vive bajo el techo blancohumo, está obsesionado con la reconstrucción del tiempo, con rebobinar hacia atrás y hacia adelante su experiencia, como si ella fuera un filme a cuyas escenas se pudiera volver una y otra vez para redescubrir su sentido. La percepción del tiempo tiene que ver también con sus distintas texturas. No es en vano que los capítulos entrecrucen dos estilos narrativos y dos puntos de vista. A cada una de las dos épocas sobre las que está armada la novela le corresponde una representación distinta porque se vive de manera distinta. Ambas, sin embargo, terminan confluyendo en un paralelo de escenas aparentemente inconexas (un parto y un corte de barba) que tienen en común la aceptación del dolor, de la ausencia y consecuente asunción del destino. “Sí, pues, pensó David, así es la felicidad, mientras la pulida hoja iba liberando su rostro. Tomarse un buen trago de vez en cuando y sentir su cálido bienestar en el alma, la abolición del pasado, la expectación por el porvenir, rebobinar para adelante, por fin”.
“Blancohumo” es un color, el color de la pared y del techo, ni blanco ni gris, pero suficientemente monótono y mediocre como para poder representar un estado de conciencia que se debate entre la lucidez y la molicie. “Blancohumo” es también el color de la panza de la ballena, el cielo de Lima, como si la ciudad misma se empeñara en reiterar el tedio y el encierro de aquel techo hacia el cual el personaje medita. Pero el monólogo que emana dentro de ese contexto que abruma al personaje posee más variaciones y más texturas que aquel color que parece querer imponer su grisura. A través del monólogo hablan la madre, el padre, el barrio, la universidad, la tradición literaria, la filosofía, el rock y el jazz. El monólogo no es más que una forma retórica, como ya dije al inicio, sobre el que se despliegan una diversidad de voces que el narrador actualiza de manera consciente, como dando énfasis al hecho de que una voz es la expresión de un diálogo múltiple y caótico.
Por definición, si seguimos a Mijaíl Bajtín –como es mi caso cuando, como crítico literario, me siento en aprietos— una novela no podría ser un monólogo. La novela es dialógica y en ello reside su modernidad, como bien explicó el maestro ruso. ¿Cómo así entonces un monólogo es la forma central de una novela como la que hoy presentamos?
Creo que ya he ofrecido las claves para responder a esta pregunta. El monólogo es aquí un discurso de meditación sobre el tiempo, lo que incluye las distintas voces y tonalidades que han ocupado el espacio de la vida del personaje. Especialmente el barrio y la universidad vienen a ser los espacios exteriores que irrumpen dentro del cuarto de techo blancohumo para alimentar sus reflexiones.
Daniel Soria ha escrito una novela que he leído con placer y cuya realidad, en el sentido relevante para mí, es decir, en un sentido estrictamente literario, me ha resultado convincente. Tengo el gusto de haberlo conocido recientemente y hoy he venido a compartir con ustedes la alegría de esta presentación.