Los recuerdos más lejanos que tengo de entablar una relación estrecha con el lenguaje corresponden a mi niñez. Ahora, cuando esos recuerdos acuden a mí, me confortan, pero también, si le doy unas cuantas vueltas al asunto, mi poco de cólera que me producen.
Cada vez que conversaba con un adulto, las personas cercanas a mí, sobre todo parientes, y la cosa se tornaba discusión porque se me ocurría hacer muchas preguntas o refutar los argumentos que invariablemente venían de arriba para reposar sobre mi corta estatura, eso, la discusión, digo, se cerraba con un Ya, ya, Jalisco nunca pierde. Créanme que hasta ahora no sé el origen del dichoso dicho, ni mucho menos quién fue Jalisco. Lo único que importaba era que Jalisco era yo, y que además no me gustaba perder.
La siguiente escala en esa travesía que me ha conducido hasta hoy y esta mesa, frente a ustedes, fue la secundaria, creo que en cuarto o quinto año de media. Se trataba de leer una novela y exponerla ante la clase, nada más. La odiosa prueba que prácticamente consistía en hacer la ficha del libro quedó descartada. Su título fue Los perros hambrientos, de Ciro Alegría. Enorme placer que me dio leerla. Pero la sorpresa se produjo cuando la expuse, pues apenas asistido por una hoja con frases sueltas, a modo de ayudamemoria, hilé oraciones una tras otra hasta conseguir que la clase entera disfrutara, brevemente, es cierto, fragmentariamente, también, de la mano diestra de Alegría para ofrecer un profunda mirada a las tribulaciones y avatares del mundo andino. Luna, tú sabes de qué hablo, aunque me empeñaré en nunca seas un perro hambriento. Palabra de escritor. Pero lo mejor no fue mi desempeño ni el diecinueve de nota, sino enterarme de que a más de una compañera del salón le había gustado el modo en que yo hablaba. No estaba nada mal para un chico tímido y definitivamente apocado frente a las mujeres.
Sin embargo, antes de acabar la secundaria, ya tenía claro que quería ser físico. Suena extraño, pero es así porque me he saltado un paso intermedio. Sucede que desde la educación primaria hasta la preparación preuniversitaria fui un mago de los números. Es lo que me ha dado más placer después de la literatura. No me malentiendan, sabemos que hay por lo menos dos placeres decisivos para la supervivencia, la personal y la del género humano, pero no estoy hablando de eso. El hecho que es que mi destino eran los números, pero no sabía aplicados a qué, hasta que un día un amigo del barrio, Ricardo Bentín, me dijo sin más, a bocajarro, que quería ser físico nuclear, con lo pesado que suena, apenas por encima de los diez años ambos. Esa tarde, Ricardo deslizó una semilla dentro de mí[1]. Después vendrían los iluminadores programas de Cosmos, la extraordinaria serie de televisión conducida por el astrónomo Carl Sagan, y un poco más allá los libros de divulgación científica sobre Einstein y su teoría de la relatividad. Pero me vuelvo a saltar un punto intermedio: los dos tomos que compré de un libro llamado Física recreativa, de Yacob Perelman[2]. Para resumir el impacto que tuvieron en mí esos volúmenes, les cuento pregunto algo: ¿ustedes saben por nos hinca una aguja? Ya formulado esta interrogación antes, pero sin respuestas satisfactorias. Resulta que una aguja te hinca por un simple fenómeno físico, un asunto de fuerza. Rudo concepto para algo tan agudo como la punzada de un alfiler sobre nuestro brazo. Pero es así. Pasa que la aguja duele como duele porque basta un mínimo de fuerza para ejercer mucha presión, porque esta se concentra en una superficie ínfima. Luego de esa sorprendente revelación, Perelman pasa a explicar que por ese mismo principio nuestro colchón es tan cómodo para dormir, porque cada centímetro cuadrado de nuestro cuerpo tiene apoyo, que lo mismo daría si nos acostáramos cobre una cama de piedra que correspondiera exactamente a la forma de nuestra espalda yacente. ¿Se lo imaginaron alguna vez?
Así las cosas, estaba listo para estudiar física, y nada menos que buscándome una beca en la Unión Soviética, para que vean lo subyugante que podía ser Yakob Perelman; y bueno, seguramente también influyeron mis lecturas de Sputnik, revista equivalente a la Selecciones norteamericana, pero en versión socialista.
Pero las cosas no siempre salen como las planeamos, y una nueva afición, descubierta en cuarto año de media, me había empezado a instilar su veneno gota a gota, línea a línea, libro a libro: la literatura. Recuerdo incluso una mañana en la que conversaba con un íntimo amigo (que precisamente había sido el que me metió al vicio prestándome Oliver Twist, de Charles Dickens), durante la cual, charlando de una cosa y otra, perdiendo el valiosísimo tiempo que la vida sabe regalar a esa edad, le dije que había descubierto una pintura en un folleto de una colección llamada Historia de la Literatura Universal, de la editorial Oveja Negra, importante nombre para los letrados de mi generación. El fascículo correspondía a la literatura rusa, y la ilustración mostraba a un grupo de soldados rusos alrededor de un fuego sobre la nieve, asidos a sus armas, pero conversando, sonriendo, en una actitud violenta y viril, pero también franca y distendida, al final un grupo de buenos camaradas dispuestos a matar, es cierto, pero también a gozar de la vida.
Al final, postulé a letras en lugar de ciencias. Después de todo, cuando me fui a inscribir para rendir el examen de admisión, no más de tres metros separaban las dos colas. Paradójicamente, un número, el breve y monosílabo tres, favoreció mi pase de ciencias a letras, de una cola a la otra. Porque de haber estado más lejos la cola de letras, pueden apostar que hubiera respetado mi decisión primera de ir a ciencias.
Sin embargo, déjenme confesarles que me parece que nunca abandoné los números, que jamás renuncié a ellos. Creo hay el mismo interés en explicar por qué pica una aguja y mi colchón es tan cómodo que en, por ejemplo, tratar de descubrir mediante la escritura de un cuento por qué las personas hacemos unas cosas en lugar de otras; intentar indagar en cómo puede pesar sobre el futuro propio una decisión infeliz o afortunada; escudriñar en las causas de nuestros errores y aciertos.
Si me hubiera dedicado a las ciencias, seguramente estaría buscando hasta hoy una ecuación que explicara algo, cualquier cosa, desde el ingenio de la naturaleza hasta el milagro y aun la magia, los tres atributos concluyentes de la desaforada imaginación de José Arcadio Buendía, rotunda criatura de García Márquez.
Pero no lo hice, y aquí me tienen, para ofrecerles algunos miles de palabras hilvanadas con todo el talento del que pude ser capaz. ¿Hay una verdad en ello? No lo sé. Pero una cosa es clara para mí: también estoy haciendo esto por ustedes, por nosotros, porque si no es raro proponernos querer a nuestros amigos, darles nuestro afecto así como ellos nos lo brindan en cada oportunidad que nos vemos, tampoco lo es que nos acerquemos a ellos, es decir, ustedes, un día como hoy, a susurrarles nuestros secretos nunca más inconfesables, mostrarles lo que ven nuestros ojos y escuchan nuestros oídos; lo que inquieta nuestro pecho o pinta nuestro rostro con una sonrisa. Que haya elegido la impostura que es cada ficción para hacerlo es porque no me basta saber, por ejemplo, que entre mi corazón y los suyos haya un vínculo que pueda ser medido y traducido en alguna ecuación que le haga justicia a la intensidad de la fuerza que nos une. No me basta, reitero, pero quizá sí me alcance un poco más ofrecerles un puñado frases, una mirada, un atisbo, también un pesar y una congoja, de pronto una alegría o el hallazgo de una oración bien rematada, no sé que más. Ustedes saben de qué hablo.
[1] Finalmente, Ricardo no pudo dedicarse a la física nuclear, pero se las ha arreglado para ser un brillante profesor de física teórica de la Universidad de Sao Paulo.
[2] ¿Pueden creer que este dato, el nombre del autor, ha estado escondido en mi memoria desde hace por lo menos quince años? Definitivamente ustedes han sido convocados esta noche para que esto suceda.
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